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Vacío y apatía del perverso

Un vistazo íntimo al deterioro de Randolf

​Dietrich entró en la habitación como cada mañana, trayendo consigo una bandeja preparada según las estrictas preferencias de su superior: té amargo sin azúcar y tres rodajas diminutas de pan negro, que parecían más un aperitivo que un desayuno. A esa hora Randolf ya estaría de pie, uniformado y listo para dirigir la jornada con su habitual aire de insensible superioridad. Pero esa vez fue distinto:

​Lo encontró aún en la cama, con medio rostro apoyado suavemente en la almohada. Su torso, pálido y sereno, apenas estaba cubierto por las sábanas desordenadas.  Dietrich se acercó con cautela y colocó la bandeja sobre la mesita de noche, respetando el silencio y la oscuridad.

​—No iré hoy —murmuró Randolf sin alzar la mirada—. Diles que estoy indispuesto. Que me duele la cabeza... o el pecho, da igual. Invéntalo tú.

​Dietrich asintió, desconcertado por la orden, sabiendo que había deberes importantes que cumplir. Sin embargo, no intentó persuadirlo, ya lo conocía lo suficiente para saber que no debía insistir. Acomodó la taza en silencio, aunque intuía que el té se enfriaría intacto.

​—Ocúpate de todo por mí —continuó Randolf, girando lo justo su cuerpo para mirar a Dietrich a los ojos. La luz suave de la ventana iluminó sus rasgos delicados, realzando su belleza andrógina, innegable incluso en ese descuido indolente—. Ya sabes hacerlo. ¿No es así?

​—Sí, mi señor.

​El teniente permaneció junto a la cama unos instantes más, mirando la frágil figura de ante él. Un cuerpo bello, pero carente de esencia, arrojado a la absoluta indiferencia. Dietrich ya estaba acostumbrado a esa visión, comprendía que no se trataba de tristeza ni de enfermedad; era una profunda apatía que llegaba con la misma naturalidad con la que, en otros momentos, Randolf desbordaba en encanto y crueldad. En la intimidad podía ver expuesta esa fisura en su carácter, que lo hundía en un vacío que nadie podía comprender del todo.

​Dietrich se retiró con la misma discreción con que había entrado. Cargaría otro día con las responsabilidades de ambos, cruzando de nuevo la línea entre la obediencia y la complicidad. Todo para satisfacer las demandas de su superior, cuya influencia seguía agotándolo y llevándolo al límite. Al cerrar la puerta, un suspiro escapó de sus labios; el vacío que consumía a Randolf le hacía preguntarse qué arrastraba consigo.

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