Ir al contenido

El cuerpo de Demian (Capítulos 1 al 3)



Los primeros tres capítulos de mi novela corta


La vez que entré al camarote de​l ​capitán

14 de mayo. Tarde opaca tras la tormenta.


No llevo mucho tiempo en el Trinity, pero algo es claro: aquí Dios no escucha. Lo nombran por costumbre, por rabia, pero sin esperar que mire. Se persignan al comer y maldicen al cielo. La blasfemia y el hábito han desterrado a quien debería escuchar.


​El capitán nunca bendice la mesa ni menciona el alma; no reza. Habla poco, pero lo necesario. Da órdenes sin elevar la voz, y todos obedecen. Su presencia es lo que sostiene al Trinity, aunque ambos se deshagan poco a poco.


La primera vez que me llamó fue por castigo:


—Folett. Al mástil —dijo desde la escalera.


Yo estaba abajo, inventariando en la bodega. El pestillo de uno de los cofres estaba flojo. Quise cerrarlo bien, pero se rompió. El carpintero se quejó en voz alta. Dijo que además de mudo, era torpe.


El capitán lo escuchó todo. No necesitó explicaciones. Me mandó a atar cabos con las manos desnudas. Lo hice hasta sangrar.


Cuando terminé, me ordenó que lo siguiera a su camarote. Pensé que me pegaría, pero me ofreció pan duro y unos trapos para envolverme los dedos.


No dijo mucho. Solo esto:


—Un hombre que no habla tiene que aprender a no romper.


Me dejó quedarme sentado mientras leía unas cartas. Alzaba la vista, pero no buscaba nada en mí. Sus ojos se detenían en lo que llevo encima: el chaleco, el cuello alto, las tres camisas superpuestas. Luego volvía a la lectura.


Se apellida Garreth. No parece viejo, pero el salitre le ha cuarteado la piel hasta los nudillos. El sombrero le marca la frente. Tiene la barba cerrada, negra, recortada en línea recta bajo la mandíbula. Y luego están sus ojos: azules, densos. Cuando te mira, algo en el cuerpo se recoge. Es un impacto frío que dejan las armas bien templadas.


Cuando me levanté para irme, alzó la mano y señaló la esquina. No quería cargar conmigo, pero tampoco soltarme al resto.


Me acomodé sobre unos sacos de sal y me quedé quieto, con las manos envueltas y el cuerpo encogido en un rincón.


Sentí que estorbaba. Pero no me echó.


Las manos

18 de mayo. Me vio entero.


Bordeamos la costa rumbo al golfo. Apuntamos hacia La Guaira. El timón cambia de manos y el capitán apenas duerme. Algunos dicen que vamos tras un mercader, otros que Garreth busca un contacto en tierra firme. No sabemos. La incertidumbre desgasta más que el calor o la escasez. Los hombres rumian de fastidio y el Trinity se pudre en silencio.


Los más viejos dicen que antes era distinto. Que el barco traía oro, ron y cantos. «Ahora cargamos pólvora húmeda y velas rotas pa' dar vueltas en el Caribe», según. Algo de cierto hay: lo único que he visto es moho, espadas sin filo y un mapa sin rumbo claro. Pero cuando el sol se hunde y entro al camarote del capitán, lo veo inclinarse sobre la mesa y trazar rutas con la punta del compás. Entonces empiezo a pensar que sí, que Garreth planea algo.


No es fácil distinguir cuándo deja de ser capitán y cuándo empieza a ser navegante. Nadie lo llama por ambos títulos, pero su forma de estar en cubierta —solo, midiendo estrellas— obliga a pensar que el rumbo depende más de él que del timón. No delega la navegación. Duerme con las cartas abiertas, y a veces uno ve cómo ajusta la ruta. Todo lo que el timonel corrige en cubierta, él ya lo había marcado la noche anterior.


Yo, en cambio, escribo en silencio las palabras de otros. No todos entienden qué hace un mudo con letras aquí. Creyeron que traía enfermedad bajo los trapos que visto, que mi delgadez era signo de muerte. Apostaron que no duraría en el barco.


Cuando me peino el cabello con los dedos, siento la tos fingida de quien pasa cerca. Otro se estima valiente y me dice que tengo cara de mujer. Me observan con la superioridad de quien ve a un muchacho perdido entre hombres curtidos, y se rascan la barba grasosa mientras musitan burlas entre dientes.

Sea mérito o resguardo, las arrogancias de los marineros mueren ante mi pluma. Soy escribiente. Me ven trazar letras y eso los devuelve a sus sitios.


Al hacerse tarde recojo los instrumentos y el papel. Si el capitán deja la puerta entreabierta, entro. Si está cerrada, espero.


Hoy lo encontré de pie junto a las brasas.


—Ven —dijo—. Dame las manos.


Me tomó de las muñecas. Las apretó hasta sentir el hueso. Me subió las mangas y observó las vendas de mis antebrazos.


Ahí temí que descubriera que no cubren nada que sangre. Las llevo desde hace meses, siempre las mismas. El lino se ha puesto tieso en los bordes.


No sé cuánto duró eso. Yo le dejé hacerlo, pero por dentro se me desarmaba el cuerpo. Pensé si entendía lo que tocaba. Si sabía de qué estaban hechas esas capas o si sólo las veía como parte del trabajo.


Entonces me miró. No a los ojos, ni a la cara. Me miró el cuerpo. Soltó mis manos y volvió al brasero.


Escribo esto en la oscuridad del camarote, mientras Garreth duerme de espaldas. Los dedos me tiemblan sobre el papel, aunque no sienta frío ni miedo. ¿Esta es la extraña sensación de existir? No sé si me vio con juicio o compasión, pero hubo algo en su forma de mirarme que me dejó sin margen: me percibí entero, y ese «entero» alude a un cuerpo rehecho sin lógica, marcado por el hierro y el mercurio.


Son pensamientos que apenas logro sostener, y aunque me obstino en envolverme en vendas y tela, resurgen cada noche con claridad brutal. Nada parece bastar para borrarme.


Voz prestada

22 de mayo. La pipa aún huele en el aire.


Hoy perdimos a un hombre. Desviamos el rumbo para evitar a los franceses, pero fue peor. No murió por fuego enemigo, sino por torpeza. Resbaló en la cubierta y se partió el cráneo contra el cabrestante.


Envolvieron el cuerpo en lona y lo cosieron con hilo negro. No hubo salmo. El cocinero se persignó en silencio. Un muerto sin oración pesa en el agua.


El capitán no habló del tema en cubierta, pero esta noche volvió a discutir con Jasón, el intendente. Van tres noches seguidas y no se cuidan de cerrar la puerta. Dicen que es mal augurio perder hombres sin disparar un solo tiro. Que hay barcos nacidos sin bendición, y que tarde o temprano lo cobran.


Un grumete restregó la mancha con vinagre y sal. Lo he visto antes cargando el agua y limpiando hierros. Debe ser más joven que yo. Tiene los dientes torcidos y mirada algo ida. El cocinero le entregó un puñado de sal y lo mandó a tirarla en las esquinas del barco para espantar la mala suerte.


Dicen que los ahogados susurran en la noche. Que sus voces se cuelan por las grietas del casco, llamando a los vivos. Me pregunto si el capitán también los oye.


Tarde, cuando entré al camarote, encontré a Garreth de pie, revisando papeles sobre la mesa. Pensé que estaría de mal humor.


—Te vi hacerlo. La otra noche. Dime ¿Lo tienes encima? El cuaderno.


Intenté negarlo. Lo tenía escondido entre la tela y el cuerpo, pero sus ojos me atravesaron. Garreth no es solo alto; es vasto, como si llevara encima todo el peso del océano. Sentí que podía verme hasta los huesos. No tuve más opción que entregárselo.


Leyó sentado en el borde del escritorio, con la luz de la vela contra su rostro. Yo me vi desde fuera: con mis costillas abiertas y vísceras de tinta seca. En el papel había hablado de él. Había descrito el corte severo de su casaca oscura, la rectitud con el que su sable se alineaba a su lado y su manera de estar de pie sin miedo. Mientras leía, no me miraba, pero todo en él parecía atento a lo que yo había dejado en esas páginas.


—Esto —señaló el cuaderno con el índice— no se lo des a nadie más. Está atado al juicio que espera a este barco.


Explicó que, para él, el mar es mitad silencio y mitad olvido. Habló de los naufragios lejanos que envejecerían sin testimonio, y aquellos otros que el mundo conocería únicamente porque alguien supo retenerlos, fragmento a fragmento.


Me ordenó anotar los nombres de los muertos y sus últimas palabras, incluso aquellas apenas inteligibles. Dijo que si mi cuaderno podía soportar ese peso, él me confiaría la historia del Trinity:


—Me das tus escritos y yo te doy mi voz. Pero escucha bien: quien escribe a cambio de voz se convierte en esclavo de la verdad. Si mientes por mí, si intentas limpiar mi pecados, romperé tu pluma y tus huesos. Así que elige. Acepta o retírate.


Se inclinó sobre la mesa. Su sombra tocó mi rostro. Cerró el cuaderno y lo dejó entre él y yo.


La idea me pesó un momento, pero al final asentí. No me pidió firma ni juramento, lo cual fue peor. Me eché encima la responsabilidad como quien carga un fiador muerto.


Quise empezar esta misma noche, pero no me fue posible; todo mi brazo traquetea y las letras se derraman. Garreth me dijo que aguardara, que pronto tendré más nombres y muerte para copiar en el cuaderno.


Iniciar sesión dejar un comentario