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Capítulo 1

Método del cazador

​El mundo, tal como le había sido dado, no ofrecía señales de cordura. Se había retorcido, milímetro a milímetro, hasta volverse irreconocible. Lo que quedaba era aquella tierra contrahecha, carcomida desde las profundidades por una red de túneles que, en un proceso lento e inexorable, devoraban a Ausleria desde sus cimientos. Era allí abajo, en esa geografía febril y laberíntica, donde germinaba la brujería.

​Aquella palabra apenas alcanzaba a contener la magnitud del fenómeno. Esa ciencia oculta representaba el mayor crimen ideológico en su forma más pura: no solo corrompía la sangre, sino que provocaba la completa reversión del ser. Comenzaba, de manera invariable, con la traición a la humanidad. Se enquistaba en el corazón, deformaba la voluntad, pervertía el juicio, y reducía al sujeto a una criatura sin lenguaje ni conciencia.

​La conciencia era lo que fundaba el orden. Eso repetían los instructores, los libros, los juramentos. No bastaba obedecer: había que ser exacto. Inmutable. Sin fisuras. Egon lo sabía y se aferraba a esa idea como quien se agarra al último vestigio de sí mismo.

​Cruzó el portón del puesto avanzado en el borde de Schrelles a las cinco de la tarde. Vestía el uniforme de espeleo. Dos subtenientes custodiaban el control. Ambos se cuadraron con un saludo firme, desviando apenas la vista hacia la línea torcida de su tabique. Un vendaje improvisado le cruzaba el rostro.

​Uno de ellos abrió el armario metálico con las herramientas asignadas al turno. El otro sacó la tablilla, una plancha de madera encerada con los nombres de la semana anotados.

​—Registro de herramientas, mayor Falkanger.

​Egon tomó la tiza. Firmó encima del nombre de Anders Dahlmann. Sabían que lo había desplazado. No se atrevieron a preguntar por qué.

​En puestos como aquel, la presencia de un cazador bastaba para alterar la rutina. No eran muchos los designados con ese rango: menos de diez hombres, con una autoridad que les concedía casi total autonomía. Se formaban a partir de una destilación lenta de las convicciones militares de los Haisserhonde, como especialistas de élite.

​El capitán Henrich Essert lo observaba desde la garita. No intervino. Solo alzó el teléfono interno. Un zumbido seco vibró en el techo, la luz sobre el tablón de registros parpadeó. En algún punto, alguien dejó de escribir. Los registros ya no eran los mismos.

​Egon Falkanger era el más joven de los cazadores, pero no uno más: era el hijo del general, lo que lo condenaba a arrastrar una carga doble, de privilegio y de expectativa. Hasta entonces había encarnado sin fisuras la continuidad ideológica del ideal nacional. Y, sin embargo, había fallado.

​La evidencia de esa caída era su rostro. Donde antes se le atribuía una perfección simbólica, definida en la simetría de sus rasgos, ahora se imponía una fractura nasal desplazada con violencia feroz. Ningún relato podía sostenerla, pues aquel golpe no respondía a un acto de servicio, si no a una afrenta familiar con su padre. Una deshonra que corroía su apellido.

​El viento se colaba por las ranuras de la cantera, silbando como un conducto respiratorio, y en medio de ese soplo moribundo, un chasquido metálico rompió la quietud: la reja acababa de abrirse. La silueta del joven cazador cruzó el umbral y se perdió en la oscuridad. Recién entonces, el capitán se encendió un cigarrillo. Ya no era su problema.

​​Más allá de la reja se extendía un corredor de hormigón tosco que descendía en espiral hacia los accesos inferiores. Era una ruta de servicio antigua que terminaba en un laberinto de túneles inactivos. Se dirigía a una falla del sector 4-B. Para llegar, usaría una ruta cerrada cinco años atrás. Oficialmente, no existía. Pero Egon la recordaba. La había estudiado en los primeros años de carrera, cuando aún creía que la memoria bastaba para ganarse un lugar.

​La ruta principal era más segura, pero también más visible y lenta: obligaba a dejar más registros y a pasar más puestos de control. Dejó su registro en el borde norte de Schrelles y ahora necesitaba moverse rápido, y solo. No podía permitirse ser visto. No ahora con la fractura aún fresca y la humillación marcada en la piel. Ya se murmuraba que su rendimiento había caído. Y ahora, por si fuera poco, cargaba con la evidencia a la vista de todos. Bastaba un rumor o una insinuación mal dirigida para que la caída dejara de ser temida y se volviera irreversible. No había margen para el error, ni siquiera para la sospecha de uno. ​Mostrar debilidad sería el prólogo de un escándalo que no podría detener. La misión debía salir bien. Era la única forma de sostener la ilusión de seguir siendo digno. Su identidad dependía de ello.

​La lámpara de carburos del casco apenas atravesaba la niebla espesa de polvo que saturaba el aire. Estaba distraído. La mente se volvía un peso impreciso mientras avanzaba a tientas por el corredor. El túnel se bifurcaba en ramales cegados por escombros. Se obligó a reducir el paso, contando mentalmente los tramos, buscando una referencia que confirmara que no se había desviado.

​En su mente regresaba con nitidez, la escena breve y brutal: el golpe seco, la torsión violenta, el crujido de hueso quebrado bajo la piel. No era el dolor físico lo que lo marcó con mayor crudeza, sino esa humillación que oprimía su pecho con una presión que no encontraba aliviar.

​Sacudió el recuerdo, aunque no consiguió desprenderse de él del todo. Al cabo de varios minutos, la luz de la lámpara rozó un ángulo extraño en la pared y se detuvo. Una estructura metálica emergía bajo la costra de sal: era la compuerta. Estaba enterrada en una capa de óxido y polvo solidificado. Se agachó para examinarla. El sellado seguía en su lugar, sin cortes, sin huellas. Nadie la había usado desde su cierre.

​Tomó del cinturón la palanca y la encajó entre las bisagras como si la acción misma pudiera operar un borrado sobre su memoria. Intentaba dejar atrás la imagen persistente del cuartel general, el eco de los pasillos y, sobre todo, la mirada de su padre.

​El metal crujió. Egon, con el cuerpo entero inclinado contra la palanca, empujó con obstinación. La primera presión no movió nada. Solo dolió.

​—Dale —murmuró, casi sin voz.

Apretó los dientes y empujó de nuevo. La palanca resbaló medio centímetro. El óxido se le pegaba en los guantes, impregnándole con ese olor agrio, metálico, demasiado parecido al sabor que aún tenía en la boca. La mandíbula se le tensó más, igual que esa noche, aquella noche en que callar fue su única respuesta.

​—¡Abre! —soltó con un empujón.

​La estructura cedió de golpe, liberando no sólo el paso, sino algo adentro de su cabeza. Sintió el estallido dentro de la nariz, y la sangre descendió por el labio, impregnando el marco oxidado con una gota oscura.

​El hueco soltó un aliento frío cuando abrió la compuerta del todo. El vacío abrupto se abría bajo sus pies, como una garganta de piedra sin fondo visible. La apertura era totalmente vertical, un pozo negro de cincuenta metros con apenas dos zonas de apoyo visibles. Conectó el arnés de suspensión, ajustó la cuerda auxiliar y comenzó a fijar los anclajes superiores con el taladro. El zumbido de la máquina contra la piedra consiguió, por un rato, callar los pensamientos.

​El descenso exigía una atención minuciosa que no admitía el más mínimo error. Cada enganche tomaba tiempo, reclamando paciencia y fuerza. Se detuvo al tercer punto de fijación. Colgado en diagonal con el cuerpo torcido, apagó el taladro y se apoyó en la roca. Cerró los ojos, permitiendo en esa breve suspensión del deber, un respiro mínimo pero necesario.

​​Emergió la imagen de Annelene, la mujer que amaba. El recuerdo fue leve, pero igual de doloroso: su caligrafía, su perfume tenue, sus manos finas cuando evitaban tocarlo en público.

Sintió el roce de la cuerda contra el pecho y abrió los ojos, encontrándose con la oscuridad absoluta, la cuerda suspendida, y la certeza simple de que nada más lo esperaba allí abajo, salvo la monotonía de las misiones de reparación. Recordó entonces la última carta de ella: «No quiero culparte. No puedo.», anotó al final. Ya no había nada que rescatar en esas palabras.

​Siguió bajando, sin saber por qué seguía pensando en eso.

​Llevaba al menos veinte minutos sin avanzar más de cinco metros. El arnés empezaba a trabarse en cada ángulo, y la grieta lo obligaba a forzar hombros y caderas casi hasta el punto de la dislocación. Apenas permitía el paso de un hombre normal, y Egon no lo era. Con un metro ochenta y ocho y noventa kilos de puro músculo apenas le quedaba espacio para moverse. Cada avance desgarraba un poco más su cuerpo, pero dar marcha atrás no era una opción.

​El descenso acabó horas después en una saliente oblicua donde no quedaba espacio para enderezarse. Egon cayó sobre una rodilla. No había ruido de corriente, solo el goteo de agua calcificada en algún punto lejano. Tuvo que salir arrastrándose por el túnel como un insecto hasta emerger en la cámara cerrada. El aire era espeso, pero no distinto de la humedad habitual de esas formaciones. No sospechó nada.

​La caja de empalmes reposaba sobre un bloque de roca. Los tornillos, sueltos por el suelo, parecían abandonados a propósito. Algo le apretó el estómago. Con un giro brusco, Egon deslizó la punta del destornillador entre las ranuras y levantó la tapa. La dejó caer a un lado con una leve sacudida. Dentro, el cableado se extendía como una maraña de vísceras oscuras y metálicas. Alambres se enroscaban sin sentido, algunos desgarrados, expuestos como carne abierta. No había orden, solo fragmentos de un sistema que ya no cumplía su propósito. No se detuvo a pensar. El sesgo hizo el resto:

​—Brujos.

​El protocolo establecía que ante cualquier signo de sabotaje debía suspender toda intervención, buscar indicios materiales de brujería y documentarlo con exactitud antes de alterar la escena. Dejó las herramientas a un lado y comenzó a inspeccionar la cámara. Recorrió las paredes buscando marcas de rituales, símbolos o restos de ofrendas. No encontró nada. Solo roca húmeda e indiferente. Debía consignarlo en el informe, anotando el hallazgo de la nada: la sospecha inicial, la ausencia de pruebas y el estado precario del cableado. Otro renglón de dudas que otros leerían.

​Se agachó de nuevo junto a la caja y ajustó los extremos de cobre. Entrelazó manualmente los tres conductores principales y aisló las conexiones con cinta. Pasaron nueve minutos.

​Giró la perilla para activar el flujo y un clic resonó dentro de la roca. Se sobresaltó. Tuvo que obligarse a respirar, hasta que la fractura en la nariz dolió con intensidad necesaria. Pensó que sería un relevador oxidado, parte del sistema dañado; un fallo mecánico, banal, sin misterio ni amenaza.  Aquello lo convenció a medias y siguió trabajando.

​Un silbido apenas audible le comenzó a rozar el oído, durante unos segundos no logró discernir si provenía del túnel o de su propia sangre. Sus herramientas, que recordaba haber dejado ordenadas, yacían ahora fuera de lugar, desparramadas.

​El sudor le escurría por la frente, pegándole los mechones de cabello al rostro. La sensación, que comenzó como un simple malestar, se condensaba ahora en un vértigo creciente, una presión en el pecho, como advirtiendo que un error ya estaba cometido.

​Tomó los últimos cables. Aseguró uno, luego el otro, pero no tuvo fuerza para apretarlos del todo. Respiraba con esfuerzo creciente, cada inhalación más costosa, más pesada, como si el aire se hubiera vuelto denso, cargado de una sustancia extraña que se adhería a los pulmones. El pensamiento irrumpió, aterrador en su claridad:

​«Esto es gas».

Todo lo demás perdió importancia, reducido a un único mandato primitivo: actuar. Sin perder más tiempo insertó el último cable de cualquier forma.

​El flujo debía estar activo. Ahora o nunca. Inhaló otra vez. No había aire, pero el sistema funcionaba. Cerró la caja como pudo. Le pareció ver la luz de la lámpara parpadear. ¿O era su visión? No había forma de estar seguro. Ni tiempo para comprobarlo.

​El silbido ya no era un murmullo, lo atravesaba como un aullido interno. El gas saturaba la sala, lo sabía. Y él estaba de pie tarde. Demasiado tarde.

​Corrió hacia el túnel por donde entró. Las paredes se cerraban ante él. Trepó por la piedra, atascándose en aquella membrana de digestión. Cada impulso era un latido más, un paso más hacia el colapso, y el dolor en el pecho, primero punzante, luego expansivo, crecía hasta parecer que las costillas crujían, una a una, bajo el peso interno de un esfuerzo ya imposible.

​Sus manos, todavía firmes, se aferraban a la superficie, pero el tacto había desaparecido; ya no sentía el frío, ya no reconocía la rugosidad, solo el aplastamiento incesante del gas, la presión que comprimía su cráneo y transformaba el mundo en un corredor angosto.

​La visión se desvaneció, como si una capa oscura se hubiera extendido por su campo de percepción. Los pensamientos, antes frenéticos y acelerados, comenzaron a partirse en fragmentos sueltos, incapaces de alcanzarse entre sí. El rostro de Annelene, tan presente siempre, tan claro en su mente, había desaparecido. El tono de voz de su padre, con esa autoridad que tanto lo había marcado, se apagó en la nada. Incluso el nombre de su propio cuerpo también se evaporó. El mundo, desprovisto de forma, se volvió anterior al símbolo.

​«Habéis llegado peligrosamente cerca del fin. Tan abajo, tan dentro de vuestro indulgente agujero».

​No pensó esas palabras; ya no existía el pensamiento. Una voz se las impuso con una certeza invasiva, brotando entre los pliegues de su conciencia. Algo antiguo, más viejo que el lenguaje o el instinto, se las había entregado.

​El tiempo ya no importaba. Todo juicio desapareció, también el propósito. Solo quedaba una quietud vasta, prenatal, que lo desnudaba del pasado. La cavidad, ahora suave y cálida, lo envolvía en una neutralidad materna, y ascendía por ese canal invertido, como quien retorna al origen.

​Lo guiaba una luz azul, débil y estática, una claridad sin fuente ni calor, que le revelaba el final de ese trayecto: lo esperaba el altar.

​​Tal arquitectura, brutal y exacta, no correspondía a manos humanas. No había símbolo reconocible, sólo un orden antiguo, anterior a lo sagrado y lo profano. En el centro, una lanza clavada, vertical, sobre un cuenco de piedra. Parecía estarlo esperando, como si hubiese aguardado siglos por ese cuerpo específico, por esa sangre en particular.

​Se arrastró primero, empujándose con los codos. Cuando estuvo lo bastante cerca, apoyó una rodilla y se incorporó, tambaleante. Sus manos temblaban, pero el miedo no estaba ahí. Era un estremecimiento iniciático, inducido por la cercanía a lo absoluto. Extendió los brazos y empuñó la lanza con ambas manos, no para alzarla, sino para anclarse. Estaba tibia. Era el calor de lo vivo.

​Su punta, fija a la altura de su corazón, lo llamó. Inclinó el torso hasta que su pecho encontró el filo, y se dejó ir. La carne la recibió sin oponerse.

​La sangre bajaba, espesa y callada, llenando el cuenco con una naturalidad ritual. La ofrenda de sangre cerraba el rito, una transición hacia algo más allá de la condición humana. No sintió dolor. Sintió pérdida. Algo en él, que llevaba su nombre y su memoria, se desprendía y quedaba atrás. Un pacto se había sellado.

​Egon Falkanger entregó su cuerpo en un juramento de sangre.



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